Los coches que pasaban por la rotonda no reparaban en ellos, tenían difícil competir con el derroche de watios que siempre supone una feria. Al principio eran solo dos siluetas recortadas entre los monstruosos bloques de otra protección oficial sobrevalorada. Pero cuando paré el coche entraron en foco, ahí estaban, delante del paso de cebra sin percatarse de que el semáforo les pedía que pasaran. Se besaban con la urgencia que lo hacen los adolescentes, aislados del mundo en una burbuja en la que seguramente sonaban palabras dulcificadas con tontas terminaciones y un despliegue de caricias a simple vista ya caducadas.
Él se sentía como una estrella de cine mudo, seguro de sí mismo y con una sonrisa irresistible que remataba los surcos que abría su mirada. Ella tenía la certeza de estar haciendo una locura a sus treinta y cinco, que le hubiese gustado hacer a los quince. Nada podía detenerlos. Ni el chándal de tactel rosa con franjas verdes que oportunamente había elegido ponerse ella, ni la chaqueta azul acolchada de rombos que para una ocasión como esta guardaba él. Ellos se besaban, el conductor de mi derecha parecía buscar desesperadamente sintonizar la COPE y el que tenía detrás buscaba desesperadamente algo perdido en lo más profundo de sus fosas nasales. Todos buscando sin ser conscientes que estaban tan cerca los que ya habían encontrado. El semáforo se puso verde, el beso no tenía pinta de terminar y un claxon salido desde el más ruin anonimato me obligo a meter la primera, fijar la vista al frente y acelerar.