El otoño invita a sumergirse en relatos que nos transportan a otras latitudes y a otras realidades. Tengo pausada mi adicción a Juego de Tronos y decidí hincarle el diente a esta novela (originalmente publicada a finales de los años sesenta), mientras recorría las mojadas carreteras del condado de York. Esta obra supuso el pistoletazo de salida al terror-folk anglosajón, una mezcla de novela policíaca, lisérgica y poética a partes iguales. Un inspector de policía que llega a un pequeño pueblo de Cornualles para investigar el misterioso asesinato de una niña de ocho años. Un texto ágil y divertido en el cual se basó el guión de la película de culto The wicker man (1973), película que aún tengo que ver, si la tienes me invitas.
El inspector comenzó a deshacer el equipaje. La ropa no le interesaba lo más mínimo. Sacó las camisas y el pijama y formó con ellos una inestable pila sobre la colcha. Anna lo veía hacer. A David le enojaba su presencia. No le jabría importado tenerla allí a medianoche, pero ¿a aquellas horas de la tarde? No, gracias. Nada bueno aportaba el sexo en una investigación criminal. Sintió que le estaba instando a que la desvistiera. La chica quería liberarse de las medias, dejar caer el sostén y ejecutar la consagración de la primavera, sin la intervención de Stravinkski.