No soy muy avezado en la lectura de ensayos y biografías, pero este libro me llamó poderosamente la atención desde que lo vi reseñado no sé muy bien donde. Y no lo sé porque ha pasado varios años paciente en la estantería hasta que me he decidido a devorarlo. Bien escrito con numerosas referencias a la situación social, política y cultural del país que sirven para ubicar temporalmente los acontecimientos de la vida de Eduardo Haro Ibars, poeta, articulista, personaje y oveja negra de familia bien. Por poner un pero diré que la profusión de nombres y la intermitente aparición de algunos de ellos, ha hecho en ocasiones me pierda, aunque eso también me pasa por mi leer despistado. Se agradecen las fotos centrales, algunas más tampoco hubiesen estado mal.
Así pues a pesar de ser una biografía, se puede leer como una crónica de una generación, de momento vital de la reciente historia española. Años donde todo estaba por hacer y había pocos guiones escritos. Sabía de Eduardo y de algunos de sus compañeros de generación por mis adolescentes lecturas de El Europeo, El canto de la tripulación y Ajoblanco. Una feliz anomalía en la biblioteca de mi pueblo, a la que toda la vida tendré que estar agradecido. Aunque eso da para un post completo, que algún día caerá.
Siempre me ha atraído el extremismo de quien vive su vida con la intensidad que lo hace Eduardo, a mi que soy asquerosamente moderado en todas las facetas de mi vida, me ciegan los brillos de los cascotes de vidrio bajo el sol. Al repasar con el libro la década de los 80 siento una estúpida nostalgia de un tiempo que no he vivido. Y a pesar de no ser un acólito de “la movida” me hace pensar en un tiempo de libertad. Tiempo no exento de riesgos (como demuestran las numerosas muertes y trastornos psicológicos que salpican sus páginas), pero que da la sensación de estar lleno de posibilidades. Caminos a ninguna parte, pero que a buen seguro dejaban la posibilidad de recorrerlos gozando y en la mayor parte de sus ocasiones… sin propósito de encontrar nada al final de ellos.
Eduardo no se sentía un personaje maldito, sino maldecido. Es más, prefirió quedarse en raro o heterodoxo. Encarnó la figura del mal -de Drácula- contra la sociedad, contra la moral burguesa. Le fascinaba el mal, adoraba el escándalo, le seducía transgredir, quería distinguirse, individualizarse, en definitiva. Tenía una admiración sublime por el escritor y mago Aleister Crowley, de vida singular y comportamiento tremendista, personaje con el que se le pueden encontrar ciertas analogías.
“Mi unica experiencia ha sido perder, perder, perder. Todo aquello que he intentando ha sido un fracaso, quizá porque lo hiciera mal o tal vez porque el mundo que me rodea no esté dispuesto a apreciarlo”.
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