Por fin ha llegado a las librerías la primera novela de Carlos Castán. Han pasado más de quince años (time goes by...), desde que nos deslumbrara con su primer libro de relatos Frío de vivir y muchos son los lectores que andábamos a la espera de su salto a la novela. Y lo ha hecho sin romper con su estilo. Pasan pocas cosas, porque muchas veces es es lo que nos sucede, que la vida se nos escurre como la gotera silenciosa que cae en una habitación cerrada. Una vez más la soledad, el desamor, la nada que queda tras certificar los errores y constatar el fracaso, campan a sus anchas por sus páginas. Y entre tanto lirismo, un asesinato.
Una novela (¿o un relato corto algo más largo?), que solo por sus deslumbrantes primeros capítulos certifica que la espera, valió la pena. Pero aún así terminas sus páginas con cierto sabor amargo, el de la oportunidad fallida. Casi Castán, casi...
En la pequeña ciudad en la que inicialmente vivíamos (desde hace cuántos años, y qué largo cada uno de ellos), la dulce Provincia, es como si se hubiera ido adensando progresivamente, de un tiempo a aquella parte, la nube de hastío que, como de oficio, ya de por sí, envolvía las tardes a partir de cierta hora y nos metía en los huesos esa humedad de vida ya vivida, de tristeza enquistada y repetida, como un extraño rocío vespertino, una especie de sudor al revés que atravesará, de fuera adentro, los poros de todos los muros y de todas las cosas habidas y por haber y las dejara empapadas de vacío y de pasado y de un cansancio antiguo que te obligaba a pasear medio encorvado, a leer sin ganas, a siestas eternas con tal de no ver de qué lamentable manera agonizaba el tiempo bajo esa mala luz que se adueñaba igualmente de la calle, que del interior de las casas y los bares.
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