Es 12 de octubre y estoy en Zaragoza. El Pilar, pues sí. Son las once y media y llueve. Llevo un rato ya paseando bajo el aguacero por un barrio que apenas conozco, pero en el que no me siento extraño. En el mp3 suenan Los Planetas y El Regalo de Silvia. Una regresión. Descarto entrar en varios bares por su estúpido estilo neo limpio y por estar abarrotados de supuestos ciudadanos ejemplares. También hago oídos sordos a las llamadas de los kioscos que imagino repletos de suplementos “aragonesados” y repletos de regalos conmemorativos del día; un pomo para la puerta con el careto de la virgen, un coleccionable con la primera lentejuela de las 264 que forman el manto de la virgen, el cachirulo con más cuadros del mundo y un estampado en el centro (con tinta fosforescente) de la virgen victoriosa, una fluvi-virgen, un pedazo de chistorra con la marca de la dentadura de la virgen y así un largo etcétera.
Me meto en un bar con pinta de toda la vida y me encuentro de bruces con dos camareros chinos, debí suponerlo, dos bruces. Pido café con leche y echo miradas fugaces al televisor de plasma donde una manifestación de tristes zaragozanos (y alrededores), atrincherados bajo coloristas paraguas, aguardan su turno para ofrecer sus flores a una extraña pirámide coronada por una virgen pararrayos. Una virgen que ni siquiera se dignará a bajar para dar las gracias. A ti bonita. De nada.
El cielo esta negro y parece que sean las 8 de la tarde. Pago el euro del café y salgo de nuevo a pisar los charcos de esta ciudad anclada. Estoy feliz. Un poco perdido en mi existencia pero contento de estar vivo, de este cielo oscuro, de tantos presagios asaltándome en cada esquina. Feliz de sentir esta lluvia abofeteándome la cara.
Me meto en un bar con pinta de toda la vida y me encuentro de bruces con dos camareros chinos, debí suponerlo, dos bruces. Pido café con leche y echo miradas fugaces al televisor de plasma donde una manifestación de tristes zaragozanos (y alrededores), atrincherados bajo coloristas paraguas, aguardan su turno para ofrecer sus flores a una extraña pirámide coronada por una virgen pararrayos. Una virgen que ni siquiera se dignará a bajar para dar las gracias. A ti bonita. De nada.
El cielo esta negro y parece que sean las 8 de la tarde. Pago el euro del café y salgo de nuevo a pisar los charcos de esta ciudad anclada. Estoy feliz. Un poco perdido en mi existencia pero contento de estar vivo, de este cielo oscuro, de tantos presagios asaltándome en cada esquina. Feliz de sentir esta lluvia abofeteándome la cara.
3 comentarios:
Pero qué bien lo cuentas...ay!!! y pensar que yo estaba más o menos en las mismas pero bajo un traje (que no disfraz) de libélula... En el fondo eres un romántico, a lo Vilas pero un romántico. Por cierto algún día alguien hará un doctorado sobre la presencia de chinos detrás de las barras de los bares de barrio en esta ciudad.
besos, te quiero y qué alegría saberte feliz
Tú estabas bajo la misma lluvia, me hubiese gustado verte de libélula aunque mi verdadera debilidad en el mundo de los insectos son los caballitos del diablo. No sé si románticamente o qué, pero lo único que no he contado de esa mañana pilarista, es que tú y yo hablamos por teléfono.
¿Habrá poemas de Elena Pelegrín en el 2009?
Y los dos tenéis muy poca vergüenza de estar en Zaragoza y no haberme llamado. Y eso a pesar de que había una Julia estrenando bajo la lluvia su primer (quizá el único) traje de baturra.
Y menos mal de los chinos que atienden esos bares de toda la vida con mala gente y buena gente con malos problemas. Porque si se dice que los inmigrantes vienen a cubrir empleos que los que vivimos aquí no queremos hacer, ellos cubren ahora los psicólogos baratos ahoga-penas abierto casi 24 horas que desde toda la vida de dios han sido las tascas.
Me gusta tu visión del día del Pilar, cómo lo has escrito, y también que seas feliz.
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